Esta entrada del blog de Sara Arango Frango invita a los lectores a reflexionar sobre nuestro territorio sonoro compartido. Desde una perspectiva social, política, urbana e íntima, la investigadora de Medellín examina los efectos del ruido en nuestras vidas y su impacto en la convivencia cotidiana.
El sonido es el efecto de partículas en movimiento que hacen vibrar huesecillos en nuestros oídos. Es vehículo para información que se traduce y se transduce. En el bello sentido de la información, lo “informativa” que es una señal se mide por lo distinta que esta es al ruido; en este sentido, el ruido es la falta de legibilidad de una señal, lo aleatoria de la información para la cual es vehículo. Piénsese en el ruido absoluto como una disonancia de interferencias de las más destructivas posibles, aquella que no deja que ningún mensaje se transmita.
A veces las señales sonoras –ricas o pobres en información– son tan intensas que hieren nuestros oídos, y esto sucede en medidas distintas según cada sensibilidad. A veces tales señales nos resultan estéticamente desagradables, y esto varía según la cultura, el gusto personal y la época. Oír ciertos sonidos es simplemente indeseable en momentos determinados1, y a dicho tipo de señales, por ricas en contenido que sean, en lenguaje común también las denominamos ruido2.
Así, el ruido sonoro es subjetivo y puede tener distintos significados dependiendo de cómo se abarque. Más aún, la experiencia del ruido es subjetiva a cada ser, señal y sensor3.
¿Por qué importa hablar del ruido, aquí y ahora? Aclaro que en este texto hablaré del ruido como la patología que padecemos como nación y como enfermedad de nuestros tiempos. Casi todos hemos hecho una fiesta en nuestras casas y nuestra existencia en la tierra es gozosa e inevitablemente sonora.
Aunque este texto trata sobre el ruido sonoro, la definición desde el sentido de la información que usé aplica para todo tipo de ruido, y me referiré a él también en su sentido abstracto y como una cualidad que está a punto de permear nuestro espíritu, y que ciertamente ya colonizó nuestra intimidad. Este escrito parte de y se trata sobre el ruido sonoro, pero pretende resaltar su importancia como manifestación de otras realidades que estamos dando por sentadas y el abandono de los territorios comunes. Es una invitación a examinar nuestro territorio común sonoro.
Colombia es un país lastimado por las dinámicas generadas alrededor de la comercialización ilegal de la versión sintética de una planta cuyo sagrado uso ancestral en este mismo territorio ha sido el de otorgar el don de la palabra como eje cohesivo y nutritivo de la comunidad.
Es paradójico que la hoja de coca sea sagrada para muchas de las comunidades ancestrales que nos preceden cuando la realidad actual de Colombia es la de un país donde no se habla de lo que se necesita hablar. No es extraño si se piensa que desde lo fundacional adolecemos de la falta de un relato de país, y que una de las consecuencias del conflicto que pervive y muta desde el comienzo de nuestra nación es la de tajar lazos sociales, de aislar tejidos de comunidad. Es la palabra, sagrada por definición, la que teje puentes entre humanos.
Esta paradoja de no hablar cuando nuestra historia ha estado tan íntimamente ligada a la planta cuyo don original es el de la palabra es una entre muchas formas en las que vivimos la separación como mal de país y mal de una época. Rodeados de fértil abundancia, muchos colombianos viven en la desnutrición, y los más afortunados no sabemos nombrar la naturaleza que nos rodea.
Expulsados de nuestra propia tierra, y atendiendo un prominente llamado de esta época, en Colombia parece que, además, estuviéramos buscando con insistencia aturdirnos4 para no escucharnos, para aumentar la separación entre nosotros, con nosotros mismos y con nuestro territorio.
La separación nos evita saber o encontrar lo que es obvio, a veces estando al frente o inclusive dentro de nosotros. Acelerar la separación es casi a todo lo que como humanidad nos hemos dedicado en los últimos tiempos, y, como el ruido, considero que es un mal de nuestra época. Hemos llegado al extremo en el que nuestras sensaciones físicas, nuestros pensamientos y nuestras emociones gritan aisladas y disociadas en lenguajes que no entendemos ni integramos, y vivimos realidades similares en las formas en que habitamos el territorio, el pensamiento y, sobre todas las cosas, el quehacer de lo público. Las redes sociales, ni se diga, son epítome, caricatura y cúspide de esta realidad.
El ruido es muchas veces la ley inclusive en el campo y mis oídos de citadina lo resienten. Busco entenderlo desde el trauma colectivo: a veces pienso que en el campo conviene que predomine el sonido de los parlantes con música, predecible, y en ese sentido preferible a los sutiles augurios de los pájaros, y a la esquizoide –aunque mayoritariamente inconsciente– actividad de predecir qué viene tras el sonido del movimiento de unas ramas. Y es que para nuestros cerebros el sonido es la anticipación misma5. En el sonoro silencio de la naturaleza reside el potencial de la muerte 6 y en un país traumatizado tiene sentido que busquemos aislarnos en el ruido y hacernos sordos a la información que podrían traer los sonidos del territorio7.
Si las motos, ubicuas en toda Colombia, son las precursoras de casi toda masacre y muerte violenta en este país en las últimas décadas, ¿estamos seguros de que vivir rodeados del sonido que ha precedido tantas desgracias no nos afecta? ¿No será que así sedetona, así sea en mínima medida, nuestro trauma colectivo? Sonoramente las motos tienen una manera especial de recordarnos persistentemente las miles de explosiones controladas que deben suceder cada segundo en casi todos los rincones de Colombia para que la combustión las mueva.
Fantaseo que en el futuro se dirá de esta época que estábamos tan empeñados en clamar sordera, que casi todo nuestro movimiento era potenciado por innumerables explosiones, anidadas, recursivas e incesantes, y que pretendíamos ignorarlo y estar bien con ello con el fin de seguirnos moviendo frenéticamente. Ya no sé al son de qué. Al son de nada.
Es a veces el -¿falso?- silencio lo que verdaderamente aturde. Frente a mi casa asesinaron a un ser humano, un miércoles a las 4 pm8. Como vecinos, por supuesto procedimos a evitar hablar mucho de eso entre nosotros. Sabemos que los extorsionistas, dueños autoproclamados del territorio y responsables de ese crimen, tienen ojos y oídos por todas partes. Ellos aprovechan el lugar que los vecinos dejamos vacío al deshabitar el entorno sonoro como espacio común para acercarnos, cuidarnos y fortalecernos mutuamente. Es este un ciclo que se realimenta.
Esta ley del silencio, consecuencia del contrato social que se rompió frente a nuestros ojos, y que ya venía cediendo por un tiempo, tuvo su excepción el siguiente sábado, cuando en una casa vecina al lugar de los hechos hubo una fiesta con música a todo volumen hasta las 4 am. ¿No es esta una representación casi caricaturesca de la separación de la que hablo, de una especie de disociación?
En realidad el ruido que satura no es la excepción a la ley del silencio, es la exaltación de la misma a como dé lugar, el culmen de la interferencia destructiva.Quiero decir que el ruido excesivo no es muy diferente a un silencio inerte y separador, carente de información cohesora, similar en su falta de contenido relevante a la información inconsecuente que transmite el ruido. Y me parece importante distinguir tal silencio de aquel que tantos añoramos, aquel que alberga y nutre el descanso, la contemplación, la creación, el disfrute. El silencio desde donde se resiste el imperativo del consumo y la producción. De la carencia de aquel fértil silencio adolecemos crónicamente.
En campo, pueblo, playa y ciudad es común esta imagen: gente coexistiendo en espacios en los que es imposible hablar. Aunque acústicamente fuera posible hacerlo, otra cosa suele impedirlo: el alcohol termina de acallar en la mente lo que no alcanzan a saturar los parlantes en el espacio. ¿Qué es lo que buscamos reprimir, sofocar? ¿Cómo leer el ruido? ¿Cómo habitaríamos el sonido si tuviéramos palabras para decir lo que necesitamos decir?
El ruido como interferencia destructiva es a la vez una ilustración y una causa de separación.Es también la forma como estamos trivializando el entorno sonoro, el espacio para la escucha, inhabilitándolo como territorio común. ¿Como país nos podemos dar el lujo de cerrar este canal de nuestra percepción? 9 ¿Podemos vivir sin escucharnos, y vivir sin silencio (del fértil)? Si nuestro problema es que poco nos hemos escuchado, ¿vamos de verdad a abandonar este territorio?
Y es que el sonido nos da sentido del territorio.A veces cuando voy al oriente antioqueño escucho ciertos cantos de pájaros que sé con certeza eran los sonidos que ambientaban mi mundo en la infancia. En mi casa en Medellín día a día escucho el sutil cambio del canto de los pájaros, que muta suavemente a lo largo del día según avanza y se retrae la luz del sol. Me da una noción exacta -pero por supuesto inconsciente, porque mi percepción fue condicionada por muchos años para ignorarlos- de dónde están los seres con quienes comparto esta cuadra. Ellos migran y cambian, pero están acá cerca, comiendo, comunicándose y cantando en los árboles cuyo verde me acompaña y me sosiega todo el día, visitando mi balcón, volando encima mío y retornando según sus ritmos.
En contraste con las suaves y anidadas cadencias circulares de los pájaros que me anclan en mi hábitat, en el semáforo de la esquina cada 3 o 5 minutos aparecen oleadas de carros y motos de conductores con un afán extático de no estar donde están (su incapacidad de no sonar la bocina los delata). No sé nada de ellos, solo que vienen, su sonido disrumpe, y se van, dejándonos en busca de reconectar con aquello que sí habita nuestro territorio. Quiero decir que hay tipos de sonidos que nos dan una especie de confort y seguridad al habitar el espacio (aunque esto sea inconsciente para la mayoría de las personas), y que este confort tiene que ver con la continuidad temporal de tales sonidos, y que hay otros sonidos, como el del tráfico, que de cierto modo nos desconectan del territorio.
Podríamos decir que, además de darnos sentido del territorio, el entorno sonoro es, en sí, un territorio, y un territorio común por excelencia al ser el que permite la sincronía, la concurrencia, el coexistir con los demás en la medida en que co-habitamos el tiempo. Las señales netamente visuales carecen de esta característica porque no están hiladas en el tiempo10. El sonido posibilita la sintonía, que es algo así como coincidir en el tono, cohabitar el sonido. Por ejemplo: co-habitar la música es lo que hacemos cuando bailamos, y por eso la danza es una experiencia de comunión, de comunidad, posibilitada por el sonido como espacio común.
Ya que el espacio sonoro es un territorio común compartido, el ruido es una señal que por sí misma da cuenta del contrato social, de los acuerdos sociales. De hecho, podríamos hablar de algo así como un contrato social sonoro: ¿bajo cuáles acuerdos habitamos el sonido?
Cabe anotar que la percepción misma, la de cada sentido, es decir, las señales visuales o táctiles o sonoras a las que prestamos atención –y de qué manera– y a las que no, también son acuerdos sociales. Basta interactuar con una bebé para notar que ellas le prestan tanta importancia al sonido de los pájaros a la distancia como al de la máquina que puedan tener al frente. Es solo mediante el proceso de socialización que acordamos (tácitamente), por ejemplo, ignorar el sonido de los pájaros, y priorizar el de las voces humanas.
En las ciudades colombianas al parecer hay un acuerdo implícito (parte de nuestro contrato social sonoro) según el cual darse cuenta de los pitos excesivos, de los motores excesivos, de la música a volúmenes excesivos, es solo indicador de una sensibilidad excesiva; sensibilidad que por lo demás se procede a ignorar y estigmatizar. La norma es ignorarnos mutuamente en medio de la bulla, aún cuando el propósito del sonido es exactamente el opuesto. Recordemos: el fin del sonido como señal -si se puede hablar de tal cosa- es transmitir información.
Tal vez el ruido físico se nos ha hecho cada vez más notorio a muchos 11 porque se volvió extensión e ilustración de lo que cada vez pasa más en nuestras cabezas. Es decir, tal vez el ruido sonoro nos está siendo un recordatorio de los otros tipos de ruido que también conllevan el potencial de separación, y que amenazan recursos tan preciosos como la atención y el espacio mental.
Ruido es lo que nos habita detrás de los ojos y entre las orejas ante el bombardeo comercial en el reino digital. Este espacio, creado con la loable y más que justificada intención de conectar seres humanos, ahora es un centro comercial en el éter, un espacio corporatizado, donde nuestros comportamientos, miedos e intimidad están al servicio de empresas cada vez más grandes, que se benefician de aturdirnos y bombardearnos con ruido que se torna emocional y nos sensibiliza y manipula para llevarnos a comprar.
Este ruido de la información virtual ocupa múltiples canales (visual, auditivo, emocional) y, al igual que el ruido sonoro, también amenaza un espacio común, en este caso el internet, o la virtualidad. Al igual que el ruido sonoro, conduce a la separación. Además, tal ruido –y me atrevo a decir que todo ruido– nos separa de nuestra propia intuición y de algún sentido de cohesión en nuestros pensamientos; nos evita mantener nuestros propios hilos. El ruido bloquea nuestra capacidad de pensar el mundo desde la complejidad, cosa que cada vez nos hace más falta en un mundo caótico y empachado de información.
Por su parte, la corporatización del espacio virtual no es más que una extensión de la realidad material en las ciudades, en las que cada vez escasea más el espacio público habitado y habitable.Tanto en lo físico como en lo digital (¡y más grave: en el desdibujado espacio de nuestra intimidad!), nos estamos separando más, y nos estamos quedando sin espacios comunes, y sin realidades comunes. Hacernos conscientes de la manera en que nos relacionamos con el ruido en los espacios comunes puede ser un inicio de antídoto contra la separación.
Frente al ruido, el físico y el de la virtualidad, el sonoro y el del sentido de la información, está también en riesgo el derecho a la intimidad. Recordemos que se puede cerrar los ojos con un mero impulso de la voluntad, pero no los oídos. “No pare bolas”, es lo que diría el acuerdo social si pudiera hablar. Esto es posible solo en distintas medidas según cada persona y cada sensibilidad.
Y es que todas estas manifestaciones de ruido tienen la propiedad de poderse mezclar con, o superponerse con, o expulsar el diálogo interior de las personas. Si está en riesgo la intimidad, está en riesgo la creación, la autenticidad, la salud mental, y, sobre todo, la noción que cada humano podría tener de un espacio seguro. Es muy diferente la conversación sobre seguridad si cada humano en una sociedad no tiene un lugar seguro en su cabeza, en su intimidad: no olvidemos que la seguridad física como característica de una sociedad tiene mucho que ver con el sentido de seguridad que cada persona en ella tiene en su relacionarse con el mundo.
¿No es intrusiva una imposición en lo más íntimo de una persona, aquello que es lo mínimo a lo que podríamos aspirar a considerar un lugar seguro? ¿No afecta nuestra intimidad la interferencia destructiva? ¿No es el derecho a una especie de autonomía de la intimidad algo que deberíamos esmerarnos en buscar?
En Medellín, una ciudad donde los jóvenes son en ocasiones incluso violentados físicamente por el para-estado por fumar marihuana en parques12 es decir, por hacer lo que quieren con el espacio íntimo entre sus ojos y sus orejas, no es sorprendente que también esté naturalizado imponer nuestro ruido a otros, es decir, intrusionar en lo que sucede dentro de esa intimidad en la cabeza de cada persona. Con esto quiero indicar y observar cierta tendencia o proclividad social a la intrusión en la intimidad de los demás (cosa que las redes sociales se encargan de potenciar). Creo que una consideración útil para reflexionar sobre el ruido es la soberanía de la intimidad.
En el debate sobre la ley del ruido en la Comisión Sexta del Congreso, un miembro de la Policía Nacional sugirió que, así como los modelos meteorológicos pueden predecir el momento y la ubicación de crisis respiratorias en la población por mala calidad del aire, en todas las ciudades de Colombia se evidencia que los llamados por ruido se convierten, a medida que avanza la noche, en llamados por riñas, que a su vez devienen, en muchas ocasiones, en homicidios.
Un aprendizaje de 3 años de residencia del Instituto Edgelands en Medellín es que la convivencia da cuenta de los acuerdos sociales más allá de las métricas tradicionales de homicidios; habla de un ethos cultural.
El ruido como imposición y como demostración de una actitud hacia los demás está tan institucionalizado que todos conocemos historias de personas que han sido amenazadas o incluso agredidas por pedir a sus vecinos bajar el volumen. Tal fue el caso de la periodista Ana Cristina Restrepo, y el descorazonador crimen contra Hernán Darío Castrillón, consumado lector que fue dejado ciego por pedir lo mínimo: su derecho a dormir. Pareciera que quien está dispuesto a imponer su ruido en ocasiones también está dispuesto a imponerse de maneras violentas13.
Tenemos que vivir en un estado avanzado de disociación para no entender por qué el entorno sonoro es importante. La audición tuvo y tiene un lugar fundamental en la evolución y la supervivencia de todos los animales vertebrados superiores. Está inscrito en nuestro cableado nervioso. El sonido es el sentido de la seguridad.
Es razonable pensar que un estado de constante excitación sonora (por condicionados que estemos para ignorarlo), con señales desagradables y que en muchas ocasiones llevan la información de “peligro”, como pitos, motores e imposiciones a alto volumen, puede alterar el estado nervioso de la mayoría de los seres humanos. Y que un sistema nervioso en estado incrementado de vulnerabilidad puede alterar nuestra capacidad de toma de decisiones, y aumentar nuestra reactividad y potencial de violencia.
¿Cómo se pretende disminuir los indicadores de violencias y homicidios a partir de estudios basados en la evidencia si los seres humanos en las ciudades cada vez tenemos menos derecho a ver el cielo, encontrar belleza en alguna parte, y ahora, a escuchar los pájaros y el silencio? ¿Cómo, si no estar aturdido pareciera un lujo inalcanzable para la mayoría?
Lo digo habiendo sido “investigadora en políticas públicas” una de las etiquetas que he llevado en la vida: ¿Qué estudio puede reemplazar el sentido común (y la conexión con todos los sentidos)? (Y dados todos los estudios que sí hay: ¿sí hacemos caso a los estudios?) ¿Cuánto más nos tenemos que disociar para comenzar a atender aquello que busca llamar nuestra atención tan sonoramente? ¿La muerte de 141 motociclistas en accidentes de tránsito en Medellín en 2023 de pronto nos indica que vivimos y asumimos nuestro transporte de manera agresiva? ¿No es el ruido de las bocinas un llamativo indicador y recordatorio de esto?
El desplazamiento urbano por ruido existe desde hace años, y las molestias que acarrea no son exclusivas de ningún estrato socioeconómico. Conozco una señora que tuvo que dejar su casa en Manrique oriental en Medellín porque no soportaba la bulla, y la experiencia en su barrio era que la policía no hacía nada, y que los “muchachos” protegían esas dinámicas.
Al habitar el espacio común sonoro de maneras abusivas y al no regular su uso compartido nos olvidamos también de las personas con neurodiversidad (especialmente los niños), de las personas mayores, de las personas con problemas de sueño y de los animales. Todas estas son estas consideraciones de vital importancia para la salud pública. ¿No sabemos ya que el ruido excesivo puede aumentar la ansiedad y diversos trastornos de salud mental? ¿Será que en una sociedad que ha sabido gestionar sus emociones a través de aturdimiento o violencia, el ruido puede conjurar o cuando menos advertir más agresividad?
El ruido afecta desproporcionadamente a las personas en condición de vulnerabilidad física, mental, social o económica, y como asunto de salud pública es también un asunto de igualdad.
En un mundo donde no nos queda espacio para pensar, donde el exceso de ruido dentro de nosotros nos evita tener espacio para acoger al otro, claro que sí importa reflexionar sobre el ruido y el ambiente. Necesitamos pasar de la desconexión total a una conexión con nosotros mismos (mediada y liderada por una reconexión con el cuerpo) y con el entorno, que nos permita recibir al otro y así poder pensar en sociedades donde prime el respeto por todas las personas y los seres. No hay cabida en mí para el otro si me impongo de maneras violentas hacia él. No hay cabida en mí para el otro si mi cabeza está llena de ruido.
Y como hay estadios tan avanzados de separación en los que solo se entiende el lenguaje del dinero, hablemos en el lenguaje del dinero: en Colombia vivimos, con el ruido emitido en el contexto comercial, una tragedia de los comunes14 en la que quienes lo emiten –presumiblemente, o según ellos– sacan algún tipo de provecho económico de tal emisión. Los receptores involuntarios de las emisiones están sujetos a los impactos detrimentales de las mismas y no son compensados por ellos. Tales impactos tampoco son mitigados, es decir, contenidos o mantenidos dentro de ciertos parámetros establecidos. Un ejemplo de esto: los dueños de discotecas y restaurantes actúan bajo la creencia de que mayor volumen de la música les trae más dinero, y no invierten en que tal ruido no trascienda el límite espacial de sus premisas, pero las personas vecinas no sólo no se benefician de tal ruido, sino que pagan las consecuencias del mismo.
Se llama tragedia de los comunes porque un bien común es usado/explotado por algunos agentes económicos en detrimento directo y medible (¡en dinero!)15 de quienes soportan los impactos de tal explotación o uso. En este caso el bien común es el espacio sonoro, intrínsecamente ligado a la intimidad y al bienestar de cada persona. La solución para la tragedia de los comunes está escrita en decenas de libros de economía, y radica en la mitigación y en la regulación: ¿Quiere emitir sonido de alta intensidad y está muy convencido de que esto es lo que le da valor a su negocio? 16 Entonces invierta en insonorización acústica. Los seres humanos que rodean la actividad económica no tienen por qué asumir el costo de la decisión de unos pocos de emitir sonido a alto volumen.
Estamos frente a la oportunidad histórica de una ley que nos ayude a darle al ruido patológico la importancia que se merece y las herramientas para gestionarlo. La tecnología, con responsabilidad, puede ser clave. En Francia se instalaron radares sonoros para detectar los vehículos que emiten sonidos de intensidad mayor a la estipulada por la regulación (sabemos que la revisión técnico-mecánica con tal fin en Colombia es un chiste). Así como existen cámaras de seguridad y de teledetección de infracciones de tránsito, es enteramente posible que la tecnología esté a nuestro favor en esta causa. Por supuesto esto se debe tratar con delicadeza, tratamiento estelar de los datos y respeto absoluto por la privacidad de las personas. Se debe buscar que la tecnología sea medio para disminuir la desigualdad y no para incrementarla.
Creo que sería conveniente realizar encuestas generalizadas en el país que nos ayudaran a comprender y caracterizar el ruido como fenómeno epidemiológico, y también las percepciones de los ciudadanos en relación con él, ya que es tan subjetivo. Tal vez incluso los dueños de restaurantes se sorprenderían al darse cuenta de que lastimar los tímpanos no atrae a más clientes. Quizá bajando la separación, la disociación, los señores de los helicópteros de seguridad se darían cuenta de que invertir en embellecer el hábitat de los humanos es bueno para los indicadores de seguridad.
El ruido nos ayuda a evitar conversaciones que nos debemos como país y nos ayuda a separarnos y disociarnos de nosotros mismos y los demás. Decidamos enfrentarlo o no, está ahí. Es a la vez ambientación y representación de hacia dónde vamos como humanidad.
Una querida amiga me compartió este aprendizaje: todos los actos de las personas son peticiones de amor, por más que no se entiendan como tales a través de un lenguaje predeterminado y acordado. Intento recordar eso cada que un conductor en la calle pita porque no soporta esperar 2 milisegundos que el conductor del frente acate el cambio del semáforo. Tal vez lo verdaderamente ensordecedor en Medellín es el desamor.
Propongo que pensemos cómo sería re habitar el espacio auditivo, re pensar el contrato social auditivo, entender el sonido como un territorio común y tratarlo como tal.Esto es importante porque adolecemos de fragmentación de la realidad, de una separación paralizante que nos saca de nuestro cuerpo y de nuestro entorno, y de la pérdida de cada vez más territorios comunes, aquellos donde se construye comunidad. Sin eso, somos un público cautivo, cuidadosamente aislado frente a nuestras pantallas, dispuestos únicamente para el consumo. Ganado digital en cuerpos que sirven para lo estrictamente necesario.
Que sea este un llamado a escuchar y a cuestionarnos sobre la escucha. A que no sigamos abandonando los espacios comunes que nos quedan, sobre todo cuando están íntimamente ligados al sentido del territorio y a nuestra capacidad de pensar, sentir y de comunicarnos. No he encontrado formas incorporables de resistencia que no involucren la belleza: me voy, entonces, a poblar mi entorno sonoro de música bella y cantos de pájaros.
[1] Dice Alex Ross en su ensayo "¿Qué es el ruido?" en la revista The New Yorker: ‘Garret Keizer, en su incisivo libro de 2010, The Unwanted Sound of Everything We Want: A Book About Noise (El sonido no deseado de todo lo que queremos: un libro sobre el ruido), observa que la distinción entre ruido y música es, en última instancia, una cuestión ética. Si eliges escuchar algo, no es ruido, aunque la mayoría de las personas lo consideren indeciblemente horrible. Si te ves obligado a oír algo, es ruido, incluso si la mayoría lo encuentra inefablemente hermoso. Así, Keizer escribe: “Metal Machine Music de Lou Reed, interpretada en el Gramercy, no es ruido; el Canto Gregoriano atravesando la pared de mi baño sí lo es.”’
[2] En ocasiones utilizamos ‘ruido’ y ‘bulla’ de manera indistinta. Resulta que ‘bulla’ y ‘burbuja’ comparten raíz etimológica en el latín. En latin bulla es bola, grito, agitación. Bulbullia, es una repetición de bulla, onomatopéyica la cosa, diría sin saber mucho más. En Colombia hacemos bulla sin parar tal vez porque, como dice Gordon Hempton, el mundo es una caja de música potenciada por el sol, y acá recibimos mucho sol todo el año. Quizás por eso ebullecemos continuamente como rugientes burbujas.
[3] Para mayor subjetividad: el ruido en su máxima expresión –en el sentido de la información– a veces nos ayuda a concentrarnos. El sonido que coincidió con la escritura de este texto entre estas orejas fue el del ruido blanco (y grabaciones del ambiente sonoro en bosques).
[4] La palabra ‘aturdir’ está etimológicamente relacionada con el tordo, un pájaro. Posiblemente porque en “el verano suele caer aturdido de calor”, o porque se le asocia con cierto tipo de atolondramiento (otra palabra que le debemos a los pájaros).
[5] La audición está íntimamente ligada a la supervivencia. Es por esta razón que no hay vertebrados superiores (como mamíferos, aves, reptiles, anfibios o peces) que sean completamente sordos en condiciones naturales y típicas, como nota Gordon Hempton enSilence and the Presence of Everything(El Silencio y la Presencia de Todo), un hermoso episodio del podcast On Being with Krista Tippett.
[6] La palabra ruido viene del latín rugitus, rugido o sonido ronco y sordo, y parece estar emparentada etimológicamente con vocablos como rumor, rugere, runcus, todos usados para designar sonidos emitidos por los animales o parecidos a ellos.
[7] Otra explicación, por supuesto, no despreciable, tiene que ver con la bella compañía que proporciona sintonizar el espíritu de la radio a la persona solitaria.
[8] La palabra ‘aturdir’ viene del nombre del pájaro llamado turdo, que se dice cae desmayado o atortolado (otra palabra que debemos a nombre de un pájaro). Quiero anotar que quien es asesinado con arma de fuego muere aturdido, así como quien muere por causa de una bomba.
[9] No por razones de menor importancia al ser el país con mayor biodiversidad de aves en el mundo.
[10] De hecho el ruido de las redes sociales tiene mucho que ver con la falta de continuidad de las señales visuales.
[11] Las ballenas, que como todos los mamíferos son muy sensibles al sonido, cambiaron el contenido de sus mensajes sonoros con la notable disminución del ruido marítimo por el encierro del COVID-19 en 2020.
[12] Para evitar interpretaciones innecesarias, aclaro reconocer que el consumo de marihuana está contraindicado en personas menores de 25 años.
[13] No sorprende que quienes lo agredieron estaban aturdidos de alcohol.
[14] Así como con la pobre calidad del aire, la contaminación de fuentes hídricas y la deforestación.
[15] Recordemos que la salud física y mental se cuantifica en dinero; si no, no existirían las compañías de Seguros.
Algún día coordinaremos e integraremos los sentidos lo suficiente para darnos cuenta que la gracia de Provenza tiene mucho más que ver con sus árboles y sus ecosistemas que con lo ensordecedor de sus parlantes.