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3 de junio de 2021

Sobre la legitimidad de la autoridad: Conversación con Enrique Peñalosa

Santiago Uribe

Edgelands se reunió con Enrique Peñalosa, dos veces alcalde de Bogotá (Colombia), para mantener una conversación digital. Autoridad en asuntos urbanos, el Sr. Peñalosa experimentó de primera mano algunos de los problemas más acuciantes a los que se enfrentan las ciudades. La mayor parte de su carrera profesional la ha dedicado a reflexionar sobre los sistemas de transporte público, la movilidad y los espacios públicos de las ciudades. Durante su mandato, el Sr. Peñalosa dirigió a los más de 10 millones de habitantes de la capital colombiana a través de algunos de sus mayores retos. En esta conversación con el equipo de Edgelands reflexionó sobre algunas de las cuestiones urbanas y políticas más urgentes: la legitimidad de la autoridad y cómo hacer de las ciudades motores de igualdad.

Vista de Bogotá, Colombia, desde lo alto de un edificio

Fotografía de "Social Income" para UNSPLASH

Bogotá es una metrópolis en expansión situada en lo alto de una meseta andina a 2.600 metros sobre el nivel del mar. Desde la segunda mitad del siglo XX, la ciudad ha experimentado un auge económico y demográfico que ha transformado un bucólico municipio colonial de campanarios y tejas de ladrillo en una de las megaciudades del mundo. Sin embargo, no todo ha sido prosperidad para la capital colombiana: desbordamiento demográfico, altos índices de delitos violentos, promesa eternamente incumplida de un sistema de Metro, corrupción, violación del espacio público. En una palabra, desprecio por las normas legales y sociales. Uno solo de esos problemas bastaría para desconcertar durante años a responsables políticos, académicos, cargos electos y tecnócratas. Todos convergen en Bogotá. Aun así, la ciudad sigue adelante, siempre volviendo del borde del abismo, manteniendo unidos a todos y a todo gracias a un tejido social resistente y a unas instituciones que funcionan. Pero deja espacio para más: la pandemia de Covid y una crisis humanitaria de refugiados venezolanos han dejado el tejido hecho jirones, el contrato social a punto de implosionar en una nube de densa niebla tóxica. 

En este punto, una revelación tardía: yo, al igual que el Sr. Peñalosa, nací y crecí en Bogotá, por lo que siento sus problemas como propios. De hecho, he vivido muchos de ellos (el mal aire, la sensación de inseguridad, los atascos o el pavor a utilizar cualquier medio de transporte público). Crecer allí significaba la constatación constante de que vivíamos en una paradoja a lo Schrodinger: a veces una burbuja; permanecíamos intactos mientras el resto del país ardía en llamas de guerra. Otras veces, -al mismo tiempo- nos dábamos cuenta de que no existíamos en el vacío y el fuego salvaje de la guerra golpeaba nuestras puertas. Los poderosos cárteles de la droga desataron su fuerza violenta en forma de atentados con bomba, grupos guerrilleros, por nombrar algunos. Muchos huyeron de la violencia en las zonas rurales de Colombia y buscaron refugio en la capital. Oleadas de refugiados internos han llegado en los años posteriores. A pesar de todos estos problemas, la ciudad sigue siendo proveedora de asistencia sanitaria, educación, cuidado infantil y otros servicios sociales básicos. De hecho, en 2018 -y durante el último mandato de Peñalosa- la tasa de pobreza monetaria en Bogotá era del 12% mientras que la cifra Nacional alcanzaba el 27%. También es reveladora la tasa de mortalidad infantil: donde la Ciudad reportó 7,8 muertes por cada 1000 nacimientos, la tasa nacional superó las 16 muertes por cada 1000 niños. Por sí solos, estos indicadores apuntan a que los ciudadanos de Bogotá disfrutan de una calidad de vida objetivamente mejor. Aún más interesante no es cómo lo consigue la ciudad teniendo en cuenta los males y problemas que azotan al Estado-nación. Parecería contraintuitivo que, mientras el Estado colombiano es tachado de "fallido" y "capturado", la ciudad se las arregle para atender (aunque no perfectamente) a sus ciudadanos. 

Aquí es donde la perspicacia y experiencia del Sr. Peñalosa demuestra estar bien posicionada para ayudarnos a entender cómo es el (nuevo) Contrato Social Urbano, o al menos, cuáles son las condiciones mínimas para pensar en uno nuevo, o actualizar algunas de sus partes esenciales. ¿Es la ciudad sólo el espacio físico que ocupamos bajo el Estado? ¿O es una unidad política con capacidad para dar forma a nuestro futuro, a nuestra agencia? El Sr. Peñalosa abogaría sin duda por esto último. A medida que el Estado-nación se estanca, se vuelve paquidérmico, burocrático, capturado por intereses corporativos y plagado de políticas de identidad y nacionalismo, la ciudad ha tenido que intervenir y dar un paso al frente. Tomemos como ejemplo la pandemia del virus Covid: poco después de que la OMC declarara la situación de pandemia y justo antes de que se confirmaran los primeros casos del virus en Colombia, la alcaldesa de Bogotá (Claudia López) se apresuró a poner en marcha un bloqueo en toda la ciudad y otras medidas preventivas, sólo para que el Gobierno Nacional desautorizara a la ciudad y declarara que López se había extralimitado en sus funciones. Del mismo modo, durante el mandato de Peñalosa, los esfuerzos por regular y frenar a las poderosas empresas de taxis que operan en la ciudad fueron anulados por el Gobierno Nacional. Las medidas destinadas a hacer el servicio más seguro, más transparente y a aumentar los ingresos de la ciudad cedieron ante la inacción del Gobierno Nacional. El Sr. Peñalosa calificó al Gobierno central de obstáculo para la mejora de la ciudad. 

Asimismo, cada vez es más difícil alcanzar un consenso en las organizaciones internacionales y en los sistemas de gobernanza mundial. Esta incapacidad para encontrar soluciones globales a problemas globales ha convertido a las Ciudades en líderes a la hora de abordar el cambio climático y las crisis humanitarias y políticas. El contrato social ya no consiste en transar libertad por seguridad: en el caso de Bogotá, se trata de garantizar la dignidad de las personas, sus condiciones mínimas de habitabilidad (capacidades) y su supervivencia. Una forma de libertad. La ciudad se convierte en una de las partes de un nuevo contrato social, así como en el nuevo espacio físico y moral donde se negocian las promesas mutuas. El contrato social ahora no consiste tanto en renunciar a cierta libertad a cambio de protección como en renunciar a cierta soberanía a cambio del reconocimiento de la autoridad en el sentido político clásico. En este contrato, los ciudadanos desconfían del Estado y frenan constantemente su autoridad, ideando palancas institucionales para mantener a raya su poder. El nuevo contrato social urbano, imagina el Sr. Peñalosa, es uno en el que la ciudad es la gran fuerza igualadora, capaz de redistribuir la riqueza, prestar servicios sociales y crear espacios públicos morales y físicos. El Sr. Peñalosa nos ilustró esta materialización de la igualdad en los siguientes términos: un autobús urbano pasa a toda velocidad por delante de personas en coche, atascadas en el tráfico, que utilizan el carril exclusivo para autobuses; el bien superior de la forma pública se prefiere al privado. La ciudad incorpora a los marginados, sirviendo de amortiguador de la exclusión causada por las fuerzas incontroladas del libre mercado. En Bogotá lo hizo mediante teleféricos, nuevas escuelas e instalaciones deportivas, carriles bici para todos y la retirada de los coches de las aceras. Al Sr. Peñalosa le encantan los carriles bici y las bicicletas: un objeto verdaderamente democrático que sirve por igual a ricos y pobres, donde todos, independientemente de su origen, son igualmente vulnerables.  

La Ciudad es capaz de crear espacios públicos donde pobres y ricos se encuentran como iguales y disfrutan por igual de los bienes públicos de la Ciudad. Entonces, le preguntamos, ¿qué le falta a nuestra nueva teoría del contrato social urbano? No hay ninguna fórmula mágica o técnica que podamos conjurar o calcular para resolver estos problemas. Los índices de inseguridad y delincuencia siguen siendo elevados, los sistemas de transporte público son indignos y nos despojan de nuestra humanidad mientras estamos constantemente vigilados. La Ciudad podría ser el Gran Igualador y un faro de buena administración pública, pero antes, sostiene Peñalosa, su autoridad debe ser legítima. 

Escuchar al ex alcalde defender la autoridad legítima me hizo darme cuenta de que si queremos replantearnos el contrato social es mejor que empecemos por el principio: tenemos que mirar el árbol antes de ver el bosque. Permítanme que me explique: la propuesta de Edgelands de entrar y avanzar rápido a modo de intervención artística es loable porque nos involucra a todos en una conversación directa sobre qué nos limita y cómo queremos que sea nuestro futuro (en tiempos de digitalización y vigilancia). Lo hace a través de vías participativas y novedosas que harán que muchos de nosotros nos replanteemos el poder institucional y reclamemos nuestro espacio en nuestra ciudad y nuestra comunidad digital y física. Pero antes de llegar hasta allí -como preferiría el Sr. Peñalosa- nos invitaría a cuestionar la autoridad institucional y a pedir a nuestros líderes que cumplan la parte del contrato que han prometido, que reconstruyan la confianza. Este es el núcleo del contrato social como marco para vivir en sociedad: explica por qué los miembros de una determinada sociedad tienen razones para respaldar y cumplir las normas, leyes, instituciones y/o principios sociales fundamentales de esa sociedad y justifica "si un determinado régimen es legítimo o no y, por tanto, digno de lealtad". Sostiene que en esta época de sentimientos contrarios al establishment, verdad devaluada y desigualdad creciente, el contrato y la autoridad que otorga a la Ciudad sólo son legítimos si se utilizan para garantizar un modo de vida mejor y más equitativo. 

Podemos hacer alguna aparición por el camino...